El amor sube por la sangre. Quema  la ortiga del recuerdo y reconquista  el ancho campo abierto, la ceniza  fundadora, que la brasa sostiene.   El amor es herencia de la sangre,  como el odio, su amante, y se mantienen  íntimos, besándose, nutriéndose  de sus dobles sustancias transmitidas.   Nada podrá arrancarles de su abrazo:  La espada, el hielo, el tiempo, con sus filos  mezclarán sangres, que, lluviosamente,  germinarán odios, amor o nuevas sangres.   ¿Cómo decir:  —«Aquéllos, que nunca conocieron  la sangre derramada, que separen  el odio del amor y reconstruyan  las viejas catedrales de la dicha...»   ¿«Aquéllos»?, ¿son acaso otros que los murientes  trasvasados, hechos de sangre antigua?  No es posible lavarse el alma ni las manos  cuando fluye hacia ellas sangre y olor a sangre.   Si ha de hacerse el amor, será con sangre  trepadora, quemante, conocida,  pura sangre del odio, amante impávido  que el amor fecundiza.   Si ha de hacerse la paz...   —¡Callad, campanas!,  ¡Ved la ...